martes, 3 de octubre de 2017



DEJADME CANTAR LA COMPASIÓN

     
Yo no soy analista político. Mi inteligencia de nivel medio no me permite sentar cátedras con sesudos diagnósticos de psicología social, comportamientos colectivos sociopolíticos, tendencias de opinión electoral, ni mucho menos tengo todo claro en esta vida. En este mundo tan complejo y tan diverso, donde la ley de contrarios es patente en una dialéctica continua, que te obliga a tomar partido por uno de los polos. En una sociedad multifocal, multicultural, basada en la diversidad ideológica y referencial, se produce un fenómeno de “fractalización” de la realidad objetiva, que no llega a ser nunca objetiva porque los agentes que la describen y los medios que utilizamos para hacerlo están mediatizados por las coordenadas culturales y sociopolíticas e ideológicas. En una sociedad y un mundo como éste la posición del corazón parece ridícula. Por ello reivindico el lugar de la compasión como arma de lucha política. Y no sólo en el aspecto del talante místico que proclamaba Buda, sino como discurso y herramienta para enfocar los conflictos que inevitablemente existen cotidianamente, tanto a nivel doméstico como colectivo.
Así pues, en estos días históricos que estamos viviendo en la piel de toro ibérica han vuelto los antiguos demonios; una vez más los garrotazos que tan metafórica pero acertadamente plasmó Goya en uno de sus cuadros negros, se enseñorean en los campos y ciudades. La cainita tensión no resuelta en este país, estado de diversas culturas forjadas en procesos lentos y convulsos, tensionados por decisiones políticas que se apoyan en símbolos e imaginarios colectivos que forman parte de un universo de mitos, hechos históricos que devinieron en verdades dogmáticas que se aceptan sin análisis crítico, y toda una serie de elementos conformadores de dudosa raíz histórica que parecen sostener posicionamientos nacionalistas de todo tipo. Y es que en España, no sólo en el ámbito político sino en el religioso, hemos construido una visión del pasado forjada en un fuerte componente mítico, donde las hagiografías y las leyendas épicas y maravillosas han tomado el lugar de la veracidad histórica, mucho más anodina, cruel, compleja y variopinta. Y en ese proceso ha sido fácil componer discursos manipulables por el poder de turno que utiliza la Historia como recurso de justificación de su praxis, tanto en el  político como en el religioso. De esto hay muchos ejemplos que no vienen a cuento ahora. Pero sí impresiona ver cómo conceptos como Patria, Bandera, Constitución, Democracia, Estado, Territorio, etc., entran en juego en determinados tiempos de crisis colectiva. Se convierten en huesos que el poder arroja a la jauría del pueblo para que los muerda y se pelee por ellos.
                Me parece muy loable que los pueblos tengamos señas de identidad comunes que nos unen como grupo, factores culturales que han contribuido a la creación de un legado patrimonial impresionante a lo largo de los siglos, tanto de índole material como inmaterial. Pero no me doblego a aceptar determinadas tradiciones que se basan en conceptos-símbolos que se han convertido en dogmas indiscutibles e infalibles del discurso oficial, admitidos por la inmensa mayoría. Sobre todo porque estos “artefactos ideológicos” se han transformado en elementos de sometimiento y en armas arrojadizas de combate para la exclusión.
Así las cosas, me declaro anarquista compasivo.  No admito banderas, de ningún color ni número de bandas, pues simbolizan lo que nos convierte en parte de un territorio, alentando odios y exclusiones: como si una parte de la tierra fuera mejor que la otra, cuando las fronteras no existen, y sólo existen seres humanos llamados a la unidad dentro de la diversidad. Lo mismo que en su momento defendí la objeción de conciencia al militarismo y al uso de las armas, objeto ahora de los sacrosantos símbolos que llevan al odio y la violencia; objeto al cruel talante del poder de las derechas o las izquierdas que ponen las ideologías por encima de la humanidad. No me gusta que me obliguen a posicionarme con discursos llenos de violencia exclusiva por el hecho de que te consideren de una determinada tendencia política. Me apena ver una vez más que el único método de solucionar los problemas sea la fuerza y la sinrazón del garrotazo goyesco. No puedo, no aguanto, no lo soporto. Ver la imparable tormenta de odios y descalificaciones; ver las obtusas posiciones a ultranza para defender símbolos que no ayudan a converger para construir, sino a generar violencias de la eliminación del otro, del distinto, del situado en la otra parte de la línea “imaginaria” fronteriza.
Sí, me declaro anarquista compasivo: no quiero que nadie me acoja bajo su bandera coloreada, ni bajo su poder de crueldad que se apoya en pies de barro del discurso histórico manipulado y falso; no quiero ser cómplice de las estrategias de luchas de exclusión. Dejadme creer en la utopía compasiva que abraza, aúna, comprende, ayuda a crecer en solidario abrazo, como decía aquella canción “con tu puedo, y mi quiero, vamos juntos compañero”. Así, con la mente abierta a los tiempos en los que superemos la reducida visión del terruño patrio, (mi pueblo, mi tierra, mi región, mi nación…). Abiertos de mente y sobre todo de corazón. Construyendo futuro de mujeres y hombres que construyen su historia a partir de la Verdad y no de los trampantojos de la Historia. Perdonad mi franqueza, pero mi compromiso histórico con la Justicia y la Paz pasa por la Compasión y la poesía.
C.Pacheco

3 octubre 2017

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